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Y me tocó la lotería

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Estoy aquí sin más. Con el deseo irrefrenable de escribir y escribir. Quizá queriendo contar alguna historia con final feliz, algo que me revuelve los adentros y que no acierto a averiguar qué fuerza extraña me impide sacar fuera.
Será porque no encuentro nada que tenga final feliz. No, lo cierto es que no tengo nada con final. Toda mi vida ha sido un continuo comenzarlo todo y no acabar nada.

Nada no, tampoco hay que dramatizar. Porque había cosas terminadas mucho antes de comenzar. Existían como en un mundo paralelo, fuera de la realidad. Es sólo que la realidad se confundía y no sabía si vivía en una pesadilla o mis sueños eran mi verdadera vida. Sueños que, por otra parte, nunca he llegado a entender aunque se manifiesten con la nitidez de una película en pantalla grande de cine. Y a color.

Es que siempre fui muy peliculera. Ser un personaje ajeno a los uniformes de colegio. Tan oscuros y rígidos como la educación que tratan de imponer sin dar explicaciones. Me señalaban por preguntar constantemente “por qué”.  
Ajena, la mayoría de las veces a lo que ocurría a mí alrededor. Porque mi mundo era mucho más rico y emocionante que el del resto de mis congéneres. Me sentía tan especial como esa joya arqueológica tantas veces buscada con poderes sobrenaturales para quien tuviera la suerte de encontrarme. Un talismán en las manos adecuadas. Así lo sentía y así lo transmitía con mis manos, mis ojos o bailando.

Nos podrán prohibir que nos veamos. Nos podrán prohibir que hablemos. Pero nadie va a prohibirme que te quiera, dije en una ocasión sorprendiéndome de mi propia madurez siendo aún tan joven. Y descubrí en aquel preciso instante que era libre.

Yo elegía a quien querer. Lo que pasa es que esas cosas se olvidan si no se practican.

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