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Metallica en Madrid: El trueno que no cesa

"Somos viejos, llevamos 38 años por aquí pero seguimos tocando en estos lugares tan grandes y en estadios gracias a vosotros, gracias a la Familia Metallica"

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  • James Hetfield. -

Hace ya un par de temporadas, el batería Lars Ulrich (Gentofte, Dinamarca, 1963) empezó a argumentar que la música de Metallica tiene un componente físico que necesariamente complica su interpretación en vivo durante tiempo indefinido en plan Rolling Stones. Como si salir al escenario para tocar heavy metal ante decenas de miles de personas no fuera ya de por sí un hecho milagroso cada noche independientemente de la edad de cada cual.

"Con Metallica hay una cuestión física y un peso que es parte de ello. Puedes tocar menos heavy, más lento, o puedes asumir que la música necesita esa aproximación física. Si esa parte no está, quizás es mejor no hacerlo", señalaba en 2016 a Billboard, a lo que su colega el vocalista y guitarrista James Hetfield (Downey, California, 1963) añadía: "La gente quiere que luzcas joven y guay y que te tiñas el pelo y todo eso. Nosotros respetamos nuestra edad, no tratamos de esconderlo".

"Somos viejos, llevamos 38 años por aquí pero seguimos tocando en estos lugares tan grandes y en estadios gracias a vosotros, gracias a la Familia Metallica", dijo esta noche un James Hetfield de melenita engominada totalmente blanca a las 68.000 personas que llenaban hasta la bandera la interminable y definitivamente inhóspita explanada de Valdebebas. Detrás de IFEMA y casi en la T4 de Barajas, en el recinto de un Mad Cool que, de hecho, recibe a la parroquia metalera de negro uniformada con el letrero del festival ahí puesto en la entrada. Un curioso dislate para algunos impertinente.

Pero aunque el tiempo pase para todos, lo cierto es que por ahora no hay que preocuparse por Metallica. Sus dos fundadores, Ulrich y Hetfield -los Jagger y Richards del heavy metal-, andan aún por los 55 años y gozan no ya de una envidiable madurez, sino de toda una insolente segunda juventud. Número 1 en una treintena de países con su décimo álbum, Hardwired... To Self-Destruct, editado en noviembre de 2016 y que aún siguen presentando con un poder de convocatoria casi diríase que inaudito. Con esas 68.000 entradas agotadas en Madrid desde hace siete meses a 95,50 euros la general y a 140 el 'golden circle'. El mayor concierto de la historia del grupo en nuestro país 32 años después de su primera visita. Trá trá.

La calculadora no engaña, no. Definitivamente Metallica no están viejos. Quizás sea su público el que tenga más achaques derivados de sesiones como esta en las que florecen los dolores de cervicales, los tinnitus galopantes, las resacas épicas y las billeteras con pelusas al final de la noche (principalmente por los precios disparatados de las cervezas). Pero Metallica todavía puede dar mucha tralla mientras la caja registradora se mezcla con naturalidad con la pegada del doble bombo.

Así empezó la velada de este viernes, de hecho, tras la sempiterna introducción de El bueno, el feo y el malo de Ennio Morricone. Con el doble bombo del batería danés echando humo en Hardwired, pieza garajera y casi punkarra que sirvió más para ecualizar y para que terminara de ubicarse definitivamente un personal totalmente diverso con amplia presencia de niños, adolescentes, jóvenes, adultos, maduros y no pocos ancianos -una señora estaba cómodamente acomodada con un taburete plegable en la zona golden-. De toda procedencia y condición, además, pues esto de Metallica hace mucho que dejó de ser underground para ser el menos predecible caso de mainstream que se recuerda.

Se suceden la inesperada The Memory Remains con su coro contagioso, Disposable Heroes y un par del Black Album (1991) en forma de The God that failed y The unforgiven. En la parte delantera el sonido define su músculo y resulta convincente. Es el trueno que no cesa en una noche progresivamente más gélida hasta resultar incómoda y con un viento un tanto molesto que termina provocando quejas en parte del público en función de su ubicación por la pérdida de volumen. Se echa en falta alguna pantalla a mitad del recinto pues, aunque el escenario es generoso en tamaño, hay demasiada gente que está literalmente a 300 metros.

Sobrepasada la primera media hora y las recientes (pero un tanto prescindibles) Here's comes revenge y Moth into flame, se pone la cosa seria con Sad but true y Hetfield prometiendo heavy metal del bueno. Lo cumple, esa es la única verdad, pues suena como un martillo pilón cayendo a plomo desde un edificio de treinta plantas. Hay aún un momento de despiste generalizado al rescatar No leaf clover, a la que sigue la sorpresa gorda de la noche cuando el bajista Robert Trujillo y el guitarrista Kirk Hammett se atreven a versionar Brutus de Los Nikis. "Los Ramones de Algete", asevera el sonriente y rotundo músico de las trencitas.

Es eso, una anécdota divertida y un guiño local, como ya hicieran en sus conciertos de febrero de 2018 en Madrid con Obús y Barón Rojo y en Barcelona nada menos que con Peret.

Un pequeño gran disparate que acaba con el público viniéndose arriba cantando "lololo" y amagando el pogo. Ni tan mal. Hay un fugaz solo de bajo de Trujillo con imágenes del añorado Cliff Burton en las pantallas antes de otro rato inesperado con St Anger, tema titular de su injustamente denostado álbum del mismo título de 2003. Metallica estaban por la variedad este viernes y eso está bien, pero aquí se acaban los jugueteos.

LA TRACA IMPARABLE

Porque así como con algunas de las citadas puede haber disparidad de opiniones, con lo que viene a continuación solo hay empuje al unísono contra lo que sea. Porque atrona el himno antibelicista One y luego se abren las puertas del infierno de las drogas con Master of Puppets. El mar de cuernos es infinito y llega incluso hasta los vecinos de Valdebebas que se agolpan a las puertas del recinto y que están viendo el concierto por la cara. Desde la calle, pero por la cara y, según sople el viento, con un sonido aceptable y una visión propia aunque lejana. Otra escena curiosa en una jornada para todos los gustos según las vicisitudes de cada cual, como siempre sucede cuando uno se interna en una multitud.

Lars Ulrich se siente solo al fondo del escenario o eso al menos dice su colega James Hetfield. Así que el impetuoso danés cruza la pasarela que se adentra hacia el público y se sienta en otro kit de batería para gozarlo de lo lindo más cerca de los suyos aporreando tanto sentado como de pie en For whom the bell tolls. Los otros tres que sí pueden moverse siguen caminando para acomodarse según toque en la decena de micrófonos que están repartidos por todo el escenario para intentar que todo sea más ameno y cercano, pero Lars no necesita más y está en su salsa en este tramo.

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