Es de temer que la reforma de la Ley de Costas auspiciada por el Partido Popular en el Gobierno se quede en un quiero y no puedo o todavía peor, en un engendro a medio camino entre la solución de los problemas y la aparición de otros que sumar a los que ya existen.
Obviamente y como suele ocurrir cuando se aprueba una ley de esta índole o cuando se reforma habrá quien piense que se trata de un retroceso en lo que se había conseguido y otros afirmarán que se trata de un paso adelante que viene a eliminar o poner al día los vicios que toda ley va acumulando con los años y los cambios de las condiciones con las que se aprobó.
Entre esas posturas está la del término medio, donde dicen que está la virtud, y es que posiblemente no sea tan regresiva como dicen unos ni tan solvente como dicen otros, sino que dependerá de cómo se aplique y en dónde.
En la provincia de Cádiz ya hay ejemplos de que la Ley de Costas se ha aplicado siguiendo diferentes criterios y que ciudades o términos municipales la han tenido como un cinturón de castidad medioambiental, mientras que otras, cercanas y de similares características, la han visto como una puerta al campo por la que se ha podido entrar con el carro de los ladrillos repleto o con el camión de los rellenos a destajo.
Si a esos criterios distintos se une que la Ley en sí sólo va a suponer para la comarca de la Bahía de Cádiz una ampliación de las concesiones administrativas y no un acceso a la propiedad real, que es lo que se pretende, podríamos estar hablando de que en vez de solucionar el problema, pospone la solución. Y si además se sabe que la Junta de Andalucía va a intentar contrarrestarla con toda la legislación que se le permita, por lo pronto se espera un caos monumental a nivel competencial.
Visto lo cual, por ahora y a la espera de noticias, lo único que se saca en claro es que algunos no tienen que derribar el chalet que se hicieron en la costa mediterránea.