Cuando los
Beatles se separaron, sólo John Lennon había llegado a los 30 años, y ya para entonces había compuesto un gran puñado de canciones inolvidables. Paul McCartney tenía 22 cuando escribió
Yesterday y George Harrison 25 cuando llegó a Abbey Road con
Something. Más de medio siglo después, su repertorio sigue tan vigente como entonces, y aunque muchas jóvenes estrellas de las últimas tres décadas hayan aprovechado el fenómeno de la globalización para hacerse tan famosos como ellos, no puede decirse lo mismo de sus discos o, al menos, de todos sus discos, incluso de ninguno de sus discos.
La primera vez que vi a Loquillo en concierto, junto a Los Trogloditas, José María Sanz Beltrán tenía 29 años y ya para entonces había alcanzado una madurez descomunal como gran figura del rock español. En una entrevista publicada hace unos días en
Fuera de serie, y a punto de cumplir los 60, argumentaba que “ahora hay gente que toca muy bien, pero para ellos el rock es un género musical mientras que para mí es un estilo de vida”. Un estilo de vida que, por ejemplo, no admite ir solo al súper a comprar papel higiénico. “Esas cosas un rockero no las puede hacer solo, da mala imagen. Yo prefiero ir a la compra del brazo de un escritor”. Y llama a Carlos Zanón para que le acompañe. Sencillamente genial.
No se trata de caer en la tentación de reivindicar la célebre estrofa de Jorge Manrique, “cualquier tiempo pasado fue mejor”, sino de reconocer la autenticidad y admitir que es imposible alcanzarla usando un atajo. Cuando en mi primer año de facultad nos manifestamos por las calles de Sevilla contra la guerra de Irak -la de Bush padre; el amanecer en que Antonio Herrero no pudo contenerse y comenzó su informativo de las seis de la mañana en Antena 3 diciendo: “Acaba de empezar la tercera guerra mundial”-, ese mismo día, uno de los profesores más veteranos se acercó hasta nuestro grupo durante la marcha y nos señaló como generación frustrada: por mucho que nos empeñásemos, nunca igualaríamos su mayo del 68, ni siquiera los años de la transición, con las carreras delante de los grises. Aunque se llevara puesto un corte de mangas en cuanto se dio media vuelta, tenía razón.
Siempre, cada generación consolará y advertirá a su sucesora, a veces con más nostalgia que convicción, sobre sus defectos, sus carencias, su estilo de vida, sus gustos, su educación, su moral, sus costumbres; en definitiva, sobre su degeneración. Es inevitable, pero también lo es la autenticidad que pervivirá de cada una de ellas y a la que a veces damos la espalda por arrogancia o mero instinto de supervivencia.
Es así. En lo único en lo que terminaron pareciéndose los
Take that a los
Beatles es en que sus integrantes acabaron por separarse y, hoy día, como no sea por la VH1, ni te acordarás de lo que cantaban. Lo único que equipara a
Izal con Loquillo, por poner un ejemplo -porque “tocan muy bien”-, es la altura de su cantante y la rotundidad sonora del grupo, pero dudo que dentro de 30 años se recuerde alguna de sus canciones con el desgarro vital -como sacado de una de las novelas de Susan E. Hinton- que atraviesa el
Cadillac solitario. Puede que el movimiento del 15M, o el del No a la Guerra, lograran una trascendencia y una proyección mediática a la altura del mayo del 68, pero no la relativa a su significación cultural y revolucionaria, aunque siempre pretendida, ya que carecían del contexto histórico de las movilizaciones de hace ya más de medio siglo.
No entraré a comparar a los líderes políticos actuales -puede que no lo resistan- con los que tuvo España hace 30 o 40 años, ni tampoco a valorar la autenticidad de unos frente a otros, pero tras un periodo marcado por el continuo desapego de la ciudadanía hacia la política, como consecuencia, sobre todo, de los casos de corrupción, resulta decepcionante que, ahora, bajo el compromiso de una necesaria regeneración democrática, se incurra en el discurso insultante y la falacia para fomentar el odio y la división bajo el arco parlamentario. Es la política sin referente. Un auténtico disparate.