Está casi anocheciendo. Hay movimiento de coches en las plazoletas de La Constancia y se escucha el cascabeleo de los enganches que han venido hasta aquí para recoger clientela que llevar a la Feria. La banda sonora se completa con el vendedor de turrón que ofrece cuatro, cinco o seis tabletas de Jijona. Dicen que para mañana sábado no quedan entradas. La reaparición de Morante de la Puebla ha agotado el papel. Pero el turrón no se acaba, ni la batería del megáfono del turronero, que repite de manera incesante una cantinela aprendida a fuerza de repetirla, a fuerza de recorrer las ferias de media España.
En la portada más próxima a los cacharritos un joven bien peinado, con chaqueta azulona y pinta de haberse bebido el manso se echa una foto agarrado del brazo de Marshall -no el del bienvenido, sino el perrito de la patrulla canina- que alguien subirá al instagram antes de que se encienda el alumbrado. Hace algo de fresco. El González Hontoria se prepara para vivir otra gran noche. Qué pasará, qué misterio habrá...
En la trastienda de la Feria, en los jardines de El Bosque, miles de jóvenes consumen alcohol casi sin control, ajenos al sexto encendido del alumbrado. Se les ve desde la avenida, entre rejas y almacenes rodantes de turrones, gominolas y baratijas, entre gente que se marcha y otra que llega. Jóvenes y 'jóvenas' evacuan aguas menores sobre la acera, sobre el carril bici o junto a un arbolito, sin rubor alguno. Lo hacen ahora que acaba de oscurecer, pero también lo hicieron antes, a plena luz del día.
De uno de los paseos principales del Real ha volado una caseta. Literalmente. Fue en la madrugada de ayer jueves. No salen las cuentas y me voy, en lo que ya empieza a ser un clásico de la Feria del Caballo. Han quedado los hierros y las lonas. Justo enfrente se ha prescindido ya de las mesas e incluso de la cocina. Sólo se sirve alcohol. Cuanto más, mejor. Luces de colores, música a toda pastilla y un disyei que saluda a la clientela que se va sumando a la fiesta. “Aquí tenemos a las spacegirls de Nueva Jarilla...”. En la puerta, un joven con un pinganillo en la oreja se ocupa fundamentalmente de que la gente no se vaya con los vasos de cristal.
Apenas unas horas antes la sensación general era de mayor tranquilidad que el miércoles. Temperatura agradable, aunque el sol ganó la batalla a las nubes conforme fue avanzando la tarde. Los primeros en notarlo fueron quienes vestían chaqueta. El sol de mayo pica. Por eso se agradecen las nubes y el poniente.
Un señor se trastabilla mientras cruza por el paseo de caballos y raja del estado del firme del González Hontoria, que quizá no sea tan firme como debiera. Ojo con estas rajadas porque está el rulo de la marea negra con ganas de comerse el mundo y a poco que se lo proponga puede convertir a Jerez en capital del alquitrán. Igual sea aconsejable beber menos en lugar de echarle la culpa de cualquier traspié al empedrado. Qué digo yo empedrado..., al albero o al alquitrán.
Atravesar el paseo de caballos no está a veces exento de dificultad, sobre todo cuando coinciden enganches en ambas direcciones y uno se queda allí en medio de la nada, a merced de los cocheros. Sume a eso el personal que se para a echar fotos y a una señora con paragüas que no se sabe si va o si viene. Sí, ha leído bien. Una señora con un paragüas bajo el que bien podría cobijarse el escuadrón montado de la Guardia Real. La mujer debió salir de casa temprano, cogió la sombrilla impermeable por si acaso llovía y acabó utilizándola para protegerse del sol. Y no la puso del revés para coger caramelos porque no vio a nadie con barba, luenga cabellera, corona y un séquito real montado en un coche de caballos...
Este tipo de gente suele llegar temprano al González Hontoria. Cuando el camión está regando el albero y se rellenan las neveras de las casetas. A esa hora a la que almuerza el personal de las cocinas y las barras y los delantales están todavía inmaculados. En ese momento en el que las gitanas que colocan claveles y leen la mano parecen haberse bajado todas juntas de un autobús.
Qué diferente parece la Feria cuando se distingue el amarillo del albero y se disfruta de la perspectiva que ofrecen los paseos principales, todavía huérfanos de paseantes. Qué diferente parecen algunas casetas con sus mesas y sillas perfectamente colocadas, con sus decibelios todavía descansando, sin gorilas en la puerta ni disyei ni spacegirls de pega.
El jueves de Feria es a esa hora un libro en blanco pendiente de que la gente lo vaya escribiendo conforme avancen las horas, caigan las medias botellas, los rebujitos, los cubatas y las litronas de lo que sea. La lectura de esas primeras páginas deja una sensación de cierta calma tras la marabunta del miércoles. De jueves con sabor a martes. De que no hay prisa ninguna por llegar al parque, de que se puede esperar, de que merece la pena darse una tregua a la espera de que vaya avanzando la tarde.
El libro no tiene autor. El destino de la Feria queda cada día en manos de las miles de personas que pasan por el Real; jerezanos y visitantes; jóvenes y mayores. No hay ordenanza posible capaz de regular aquello que tantas manos escriben de manera simultánea.
Está el sol en todo lo alto. Un joven bien peinado y con chaqueta azulona se echa una foto con una muchacha vestida de gitana junto a la portada principal... Igual acaba saliendo de la Feria del brazo de un perrito de la patruna canina y comprando turrón junto a la plaza de toros para bajarse la tajá. Al tiempo...