Cuando uno ve
Explota, explota tiene muy presente
Mamma mía, por el colorido, por la contagiosa banda sonora, por el espíritu que las canciones impregnan a los personajes, pero, sobre todo, por la fórmula. Una fórmula, en este caso, muy bien entendida, la del musical que construye una historia a partir de las canciones de un grupo de referencia, aunque con aspiraciones de superar la fase karaoke, como ya lograron
Across the universe (The Beatles) o
Amanece en Edimburgo (The proclaimers).
En este sentido, la apuesta del debutante Nacho Álvarez, que toma como base el cancionero popularizado por Rafaela Carrá en la década de los 70, se crece como un entretenido y atrevido musical apoyado a su vez en una extraordinaria dirección artística y, especialmente, en un excelente casting liderado por una estupenda Ingrid García-Jonsson -todo lo hace bien: interpretar, cantar y bailar-, secundada asimismo por una inolvidable y maravillosa Verónica Echegui que se adueña sin proponérselo de la función. A ellas se suman Pedro Casablanc, con un personaje empujado constantemente a la caricatura, pero al que rescata siempre a tiempo; Natalia Millán -qué manera tan rotunda y elegante de saber decir “no” ante la cámara- y un algo estrafalario Fernando Tejero.
A partir de un guion firmado por el propio Álvarez junto a Eduardo Navarro y David Esteban Cubero, la película se asienta desde su arranque en el terreno de la comedia romántica para presentarnos el clásico relato de chica que persigue un sueño; en su caso, triunfar como bailarina en un show de televisión. Pero lo hacen, además, con el acierto de evitar lugares comunes y enmarcando la historia en el año 1973, en el ocaso del franquismo y en los albores de la nueva TVE, en la búsqueda del encuentro intergeneracional de los espectadores a través de la música y del recuerdo.
No todo es perfecto en
Explota, explota, que muestra determinadas carencias en la puesta en escena de algunos de sus números musicales, e incluso en la forzada inclusión de algunas canciones -el repertorio de la Carrá da para lo que da-, pero reluce como producto bien acabado, divierte, contagia entusiasmo y reivindica el placer mismo de disfrutar con el pago de la entrada, un hábito que no todo el mundo ha logrado recuperar aún.