El tiempo en: Chiclana
Publicidad Ai
Publicidad Ai

Barbate

'María de la Luz”, las penumbras de una mujer y una novela sobre Barbate

Escrita en el año 1923, ‘María de la Luz’, que sepamos, es la única novela de Julio Fernández Varo, aunque nunca llegó a publicarla

Publicidad Ai
Publicidad Ai Publicidad AiPublicidad AiPublicidad AiPublicidad AiPublicidad AiPublicidad Ai
Publicidad AiPublicidad Ai
Publicidad AiPublicidad Ai
Publicidad AiPublicidad Ai
  • Barbate, 1920.
  • El espacio único donde se desarrolla la novela es un Barbate real, en absoluto inventado, y en ella queda reflejada el Barbate de hace un siglo
  • María de la Luz es una muchacha de 17 años, hija de humildes pescadores, que vive en Barbate y sueña con ingresar en un convento
  • El carácter desprendido y desinteresado de los barbateños se ejemplifica en el niño que indica al teniente dónde vive María de la Luz

“Yo no zeré zeñorito, ¡Dios me libre!, pero tengo dos puño como estos, ¿los ves?, dos puños de jierro que zon capace de romper de dos puñetazo las banda de babó y estribó de un falucho, ¿zabe?, de un falucho; y esto puños que ze han de comé  la tierra, o ze han de tragá la má, zerían lo bastante pa arrancá  las piera y tronchá los pino y arremové el mundo porque a ti no te fartara ná pa comé, María Lu, ná pa comé, ¿zabe? Y yo ze que eze zeñorito ze va a burlá de ti, y te va a tené engreía y tú te va a creé de eze zeñorito; y cuando te vea con el agua ar cueyo, y cuando te vea ajogá, entonce, entonce te va a acordá de Tarugo, de este prove Tarugo que tanto ta querío y te quiere aun apezá de toa tu endeferencia, y a pezá de too lo pezare...”.

Aunque el argumento de la novela es una historia de amor más o menos simple, profundizando vemos que al escritor de la misma, Fernández Varo, el motivo que le preocupa es que en Barbate se padece la miseria, no por falta de riqueza, sino por la incultura

Esta breve lamentación de “Tarugo” contra lo que el muchacho entiende un desaire de la hermosa e instruida María de la Luz, ilustra mejor que ningún otro párrafo de la novela de Julio Fernández Varo el soporte que la fundamenta, el fin que llevó a su autor a escribirla, según declara él mismo en el proemio de la obra. Porque “María de la Luz” es todo un discurso para ejemplificar la imposibilidad de vivir rodeados de riqueza sin bienestar, de belleza sin poesía, de fuerza sin racionalidad. Y el motivo para Fernández Varo no es otro que el analfabetismo, causa primera de una falta de cultura intelectual que malogra el espacio físico y también impide la convivencia plena.

Las palabras de “Tarugo”, pronunciadas entre lágrimas, salen de un hombre con una tragedia propia ignorada, la del ser enfrentado al mundo con las mismas pobres armas de las sociedades que no conocen la civilización, en una rueda constante que no le libra del mismo lugar ni le redime del mismo destino, del que solo puede emerger con la formación adecuada, única forma de elevarse por encima de la simple supervivencia. Es una idea que tal vez Fernández Varo recoge de Joaquín Costa, para quien no había instrumento de progreso más eficaz que la educación. Aunque para Fernández Varo, hombre en extremo religioso y conservador, aquella educación había que buscarla en la tradición católica, dentro de la Iglesia y no desde la postura laica del aragonés y la escuela “krausista” en la que este ejerció.

Argumento de la obra

El argumento de la novela es simple: María de la Luz, muchacha de 17 años, hija de humildes pescadores, vive en Barbate apesadumbrada por la atmósfera asfixiante del pueblo, y soñando con ingresar en un convento. Es una joven instruida en “labores domésticas”, y con conocimientos destacables en distintos campos del saber adquiridos en un colegio de monjas de Cádiz; además de esto, destaca por ser cariñosa, dócil, honesta y hermosa. Del carácter excepcional de su educación deriva el hecho de que apenas se siente a gusto con una amiga, Cándida, una hija de los señores de la almadraba que desde la capital de la provincia se trasladan cada año al pueblo con la llegada de los atunes en primavera.

El manuscrito.

Su vida transcurre monótona cuando aparece por Barbate José Pacheco, un joven madrileño de 24 años, teniente de la Guardia Civil. El hombre queda al momento prendado de la muchacha e inicia “el asalto” para su conquista, a pesar de que tiene un compromiso en la capital con otra joven de la alta sociedad. Y es que Pacheco, al que adornan algunas cualidades, no puede evitar un excesivo amor propio ni un machismo recalcitrante que le lleva a dárselas de don Juan, esto es, a jugar con los sentimientos de las muchachas que se le “ponen a tiro”.

Se inicia de esta forma un tira y afloja protagonizado por la pareja, donde ella, que intuye la deshonestidad de su pretendiente, se resiste a caer en sus cínicas redes. Y todo ante la expectación del pueblo, que no entiende que María de la Luz pueda albergar esperanza alguna de matrimonio siendo como es abismal la distancia social que media entre ambos.

La situación se complica cuando ella descubre que su amiga Cándida, que sí tiene una posición social elevada, se ha enamorado de Pacheco. Ella no desea frustrar la ilusión de su amiga, por fidelidad y por ser hija de quien proporciona trabajo a su padre,  aunque, al fin, en un momento de debilidad y entendiendo que Pacheco se ha enamorado realmente, le confiesa que está dispuesta a corresponder a su amor. El problema es que ni en un pueblo tan alejado de la capital como Barbate es posible mantener un secreto.

Barbate, protagonista colectivo

Escrita en el año 1923, “María de la Luz”, que sepamos, es la única novela de Julio Fernández Varo, aunque nunca llegó a publicarla.  Cuesta creer que el autor barbateño imaginase alguna vez que su inédita obra fuese a permanecer en penumbras durante un siglo para luego salir del anonimato. Ahora, el Ayuntamiento del pueblo donde él (como la protagonista) nació, la rescata del olvido junto a su creador. Precisamente, desde la Delegación de Cultura, denominación que ostenta un término, “cultura”, en el que Fernández Varo veía la solución a los problemas de su “pueblecito”.

En primer lugar, hemos de partir de un hecho incuestionable: escrita de forma apresurada y casi de un tirón, no estamos ante una gran novela, ni en la forma ni en el fondo. Pero, aún con las salvedades que se quieran, podemos descubrir en ella un marco escénico reconocible, así como toda una gama de sensaciones y juicios provocados por ese escenario en el narrador. Más o menos pretendido, el gran mérito de la obra estriba en hacernos viajar en el tiempo a una sociedad y mentalidad muy distintas, un contexto humano que Fernández Varo apenas trata de alterar para conseguir una historia que pudiera enganchar arrebatadamente al lector.

De esta forma, hallamos que el espacio único donde se desarrolla la novela es un Barbate real, en absoluto inventado,  hasta el punto de presentarse este pueblo en las primeras páginas como si de un trabajo de geografía se tratase y no de una obra literaria. Tal es así, que, por esta introducción y por determinados pasajes de la trama, más se tiene la impresión de que la principal protagonista de la novela, María de la Luz, se aparta sutilmente para conceder ese protagonismo al propio lugar donde vive, convertido de esta manera en un personaje colectivo, de forma que la protagonista parece un medio del que se vale el autor para denunciar una situación que lo obsesiona.

Julio Fernández Varo.

Más de veinte años de ausencia del pueblo no han hecho olvidarse a Fernández Varo de su lugar de nacimiento, niñez y primero años mozos. Su estancia en una ciudad como Bilbao, le ha debido de llevar a descubrir contrastes obligados entre la vieja urbe de acrisolado civismo y la aldea humilde y pobre, llena modestas casas de castañuela, de barro y piedra, sin un solo edificio que destaque por encima del resto, y con unos habitantes en buena parte desarraigados, conformando familias emigradas desde zonas aún más pobres. No obstante, el autor no ahonda en el fenómeno de la pobreza, de hecho, incluso se olvida de esas casas de castañuela y de otras huellas de pobreza para presentar un pueblo con casas blancas cubiertas de teja árabe, “semejando una blanca bandada de palomas”.

A Fernández Varo, el motivo que le preocupa es que en Barbate se padece la miseria, no por falta de riqueza, pues el pueblo se halla “en una de las provincias más fértiles y ricas de la feraz Andalucía”, sino por la incultura. Esto le lleva a poner el foco en una de sus causas, según entiende él, pero obviando las restantes. Por ningún lado aparecen las desigualdades, al menos no explícitamente, y apenas pueden percibirse estas en esa imagen cinematográfica de unos niños descalzos que corren tras el Rolls Royce de “los señores de la almadraba”; en los criados que acompañan a esos señores frente a unas mujeres que mantienen el interior de las casas impolutos; en la espaciosa estancia que espera a los señores cada temporada, lugar de recreo y trabajo al modo de los duques de Medina Sidonia en época de los Austrias, convertida entonces en el centro de las miradas –entre llenas de admiración y respeto- de las paupérrimas familias locales.

La ausencia de una crítica social y realista, siquiera sea describiendo un lugar paupérrimo, no extraña nada en alguien con la mentalidad conservadora y religiosa de Fernández Varo. En él esas diferencias, esa paradoja de un pueblo rico con gente pobre, no obedece tanto a una incapacidad de los gobernantes, a una desigualdad social extremada, como a la ausencia de una verdadera educación. Era de esperar, por tanto, que el escritor se dedicara desde las primeras líneas de su obra a reivindicar la cultura como terapia de choque, como solución para salir de la ignorancia y el abandono. Y lo hace invocando a esos viajeros de paso y que tengan influencias o recursos para que ayuden a progresar al pueblo; también para que tenga un Ayuntamiento, sí, pero, sobre todo, para que se cumpla la ley en materia escolar, paso imprescindible a fin de abrir “entendimientos dormidos”, de que despierten las “voluntades aletargadas” y desaparezca “el abandono y la incuria”, “el mal inconsciente”. En fin, el autor nada espera del propio pueblo ni de los políticos, en los que, según sugiere, no confía mucho. Parece apuntarse en él, por tanto, esa amarga apatía y decepción en la que está entrando el régimen de la Restauración, tan común en tantos españoles de entonces y que unos meses más tarde de concluida la novela culminará, por lo pronto, en la dictadura de Primo de Rivera.

 Julio Fernández Varo

La sombra de las carencias culturales, en consecuencia, planea sobre todas las páginas de la obra, en la que su protagonista, María de la Luz, cuyo nombre parece metáfora de sus iluminados conocimientos, escapa a esa lacra, hasta el punto de que “no parece de Barbate”. Y esto es debido, como decíamos, a su educación religiosa que parece pugnar por traer al pueblo, ya que la religión manifestada en él, apenas da para un párroco y unas tradiciones más atentas a la faceta festiva que a la espiritual;a los oficios en una iglesia, obra modesta que apenas destaca por su espadaña entre las doscientas casas del pueblo, que “jamás se ha visto repleta de público”, y a la que no van más que unas cuantas mujeres. Si lo hacen alguna vez los hombres, concluye, es “casi siempre atraídos por ellas”.

Una atmósfera costumbrista

La imagen “inculta” del lugar nos lleva a entrever en María de la Luz a esos personajes femeninos cervantinos insertos en espacios poco recomendables desde el punto de vista de la sociedad de su tiempo, como “la gitanilla” o “la ilustre fregona”, y que en el manchego son protagonistas del relato merced a su condición de joven “honesta y discreta” que al fin proviene de una condición aristocrática descubierta a última hora. No es  el caso de María de la Luz, aquí no existe ninguna providencial condición sanguínea, pues es hija natural de una familia pobre; antes bien, su “discreción” proviene de haber recibido esa educación religiosa que eleva su categoría de persona, no ya sobre las restantes mujeres del pueblo, sino sobre todo el conjunto. Esto provocará la envidia y animadversión de las otras muchachas, a cuyos desprecios solo entiende que puede huir la protagonista saliendo del pueblo.

La acción comienza con la llegada de los dueños de la almadraba, se inicia en primavera, en el mes de las flores, y el don Juan es como un atún que se aventura a pasar por Barbate y cae prendado en las redes del pueblo. Está demás elucubrar sobre si Pacheco está realmente enamorado, o solo se ha convencido de ello ante la imperturbable resistencia de María de la Luz. Ella misma se lo deja claro:  “Yo no le digo a usted que me engaña, pero sí le creo a usted engañado”. Lo cierto es que tiene un compromiso anterior en Madrid, que es un militar que ha dado una palabra de matrimonio, cosa que ella intuye y que por tanto la lleva a no creer en sus hermosas palabras. Él tiene ribetes de poeta, por lo que no podemos dejar escapar esta otra conexión con lo que sabemos de la vida real de Fernández Varo. Sabemos que parte importante de su obra es poesía, que fue militar, que, según se contaba en Barbate, estuvo a punto de  romper promesa de casamiento con una mujer con la que se había comprometido en el pueblo para unirse a otra. ¿Se sentirá identificado con el protagonista? Cualquier afirmación en este sentido no deja de ser meramente especulativa, pero llaman desde luego la atención estas importantes coincidencias.

Con todos estos mimbres, la novela se zambulle en el puro costumbrismo. O sea, órbita sobre esa parte de la realidad que ensalza el lado amable de la sociedad. Así, se pone el foco en la familia, verdadero anclaje para la protagonista que le impide su deseada salida del pueblo; en el floklore y las fiestas típicos, como las Cruces de Mayo, toda una festividad primaveral en Barbate que ofrece un marco bucólico presagiador de palpitaciones amorosas; en lo cotidiano, con las figuras más icónicas, como el señor del lugar, que lo es de la almadraba, el párroco, o el oficial de Carabineros; se usa un lenguaje local, al modo de Blasco Ibáñez o de los Hermanos Quintero, con el ceceo característico, y con expresiones y otros usos locales muy frecuentes, sobre todo en torno a la pesca: “enguao”, “combiná”, “ahogar el pescado”…; otras, expresiones olvidadas ya, como “¡Mardita sea la cuna que la abatanó!”; o usadas aún, como “mis viejos” para referirse a los padres...

Ahora bien, el costumbrismo de Fernández Varo se entrevera de naturalismo, en el sentido de que su intención última no es ofrecer el cuadro de una aldea rural, sino apuntar una crítica social, dejar clara su idea de que la incultura está afectando al desarrollo de una sociedad y que solo una acción externa y desinteresada, impulsada por algún hombre con dinero e influencias, puede reconducir. Acaso Fernández Varo ni sospechaba que, cuando escribía su novela, el prócer local y verdadero dueño de la almadraba de Barbate, Serafín Romeu Fages, acababa de inaugurar un edificio que sí destacaba poderosamente sobre todos los edificios del pueblo, un colegio, esta vez sí, que será regentado por una orden religiosa.

Algunas notas características de la sociedad barbateña de hace un siglo

Dedicado a resaltar la parte más amable de la realidad, el Costumbrismo, realidad al fin y el cabo, nos permite acercarnos al tiempo en que escribe su autor. Así descubrimos en esta novela comportamientos y modos sociales peculiares, de naturaleza local o general, algunos desaparecidos hace ya hace tiempo, otros existentes hasta época reciente, e incluso algunos que perviven a pesar de los años.

Los ejemplos son muchos, aunque nos ceñimos a los más destacados.

Fiesta popular renombrada es la de Las Cruces de Mayo, donde el pueblo se divierte con “diversiones honestas y decentes”, primero confeccionando todo un escenario dentro de las propias viviendas (es de suponer que en los patios comunes y en las más amplias), con sus cruces de flores y las mantillas de Manila, y luego bailando (nunca con “el agarrado”) y cantando en saraos en los que todos olvidan “el hambre sufrida durante el penoso invierno en el que no ganaron ni pa pan, como ellos dicen”.

También llaman la atención los palos del flamenco, los cuales no necesitan de una fiesta especial, y son muy comunes en cualquier época del año: malagueñas, fandangos y sevillanas, normalmente animados por “cantaores”, guitarras, panderos y acordeones.

El machismo, reflejo de la propia mentalidad del autor, y también de hombres y mujeres de su tiempo (no hace falta advertir contra juzgar a los hombres de una época a partir de las excepcionalidades), está presente en toda la obra y al menos descubre, por la parte positiva, cuánto hemos cambiado a mejor en este último siglo, pero también cuánto queda aún por cambiar. Así, por ejemplo, una joven soltera no puede salir de día, y menos de noche, “de su casa a la de enfrente sola…, sea de la clase que sea”. Esto, según Fernández Varo, es propio del sur de España, en el norte, en las capitales, sí lo hacen, razón por la que, “aun siendo de condición honrada, se ven despreciadas y tildadas por todo el mundo”.

Es imposible por tanto que hombre y mujer sin casar se vean a solas en otro sitio que no sea en la casa de los padres de ella, y mientras no se haga delante de los propios padres, cuestión que ocurre cuando el pretendiente es autorizado a entrar por el cabeza de familia, el encuentro se produce mediando una reja, con él en la calle y ella en el interior. Aprovechar los huecos de la reja para coger la mano de María de la Luz era de lo poco que en lo tocante a contactos podía el teniente Pacheco esperar. Desde luego, y así se manifiesta en la novela, encontrarse, aunque sea mediando una reja, conllevaba el riego de dar lugar a un escándalo público si no había un compromiso de por medio. Y eso que, sobra decirlo, en ningún momento de la trama se sugiere ni siquiera un amago de beso.

Los privilegios de clase arrastran viejos usos en el propio lenguaje, más enfatizados también en el sur. En Barbate no se llama “señorito” o “señorita” sino a los hijos de la clase alta. En la novela, un niño ríe cuando oye al teniente Pacheco citar a María de la Luz como “señorita”, cuando es “solo” una muchacha del pueblo, y el militar se queda extrañado, deduciendo que, al fin, “el soberano pueblo hace las leyes a su antojo”.

Tener el interior de las casas limpias hasta la exageración y las fachadas blanqueadas de cal es costumbre que en lo primero pervive, aunque en lo segundo, sustituida la cal por la pintura, se ha necesitado hoy en día una normativa municipal para retomarla. El autor para nada menciona la suciedad de las calles, aunque sabemos que ya entonces era preocupante. Todo lo más hace una leve referencia a las moscas entre paréntesis que a buen seguro ni siquiera hubiese hecho hoy.

María de la Luz acude a misa con “traje de hábito del Carmen”, muy común hasta los años setenta, aun considerando que, como en el caso de la joven, en casa se tiene una Virgen de la Oliva con sus mariposas de aceite siempre encendidas.

La generalidad de malhablados, la blasfemia, se ejemplifica en Tarugo, “zagalete robusto y mal trajeado, descalzo y destocada su cabeza como un loco”, quien blasfemaba y pronuncia palabras incoherentes. Aunque todos los blasfemos, apunta Fernández Varo, al menor apuro en la mar o donde sea, ofrecen misas y hacen promesas a la Virgen.

La apariencia exterior es, como se puede comprobar, fundamental. Se patentiza en la forma de cubrir la cabeza, o en el hecho de no cubrirla, lo cual reflejaba la clase social o el estatus al que se pertenecía. Frente a un Tarugo “destocado”, “el señorito” se cubre orgullosamente con un tricornio que inspira el mayor de los respetos, por no decir auténtico miedo.

El uso de apodos o motes en el pueblo es costumbre muy arraigada que incomoda a Fernández Varo, quien afirma que “en aquel venturoso pueblo no hay quien se escape del alias, olvidándose todos del propio nombre por el que jamás se denomina a nadie”; no obstante, al autor le parece inevitable mencionarlos y hasta usarlos para designar a sus personajes secundarios. Algunos de esos apodos aún son reconocibles hoy, lo que refuerza la realidad que el autor describe: Capacha, Chapeta, Tarugo, Morringa, Tete, Tramilla….

Nota destacada de la ignorancia son las supersticiones, como la que implica la palabra “zorra”, que, en un entorno de pesca, no podía pronunciarse so pena de frustrar la faena, lo cual sirve a Fernández Varo para desarrollar todo un capítulo en contra de todas las supersticiones.

El carácter desprendido y desinteresado de los barbateños se ejemplifica en el niño que indica al teniente dónde vive María de la Luz, y que rechaza orgullosamente la moneda que el oficial le ofrece por acompañarlo hasta la casa. “Peor para ti”, piensa éste viendo como el niño se aleja corriendo, desconcertado ante el hecho de que un pobre rechace una moneda.

Para pescar a la caña, el padre de María de Luz, y es de suponer que como otros entonces, se sirve como carnada de la cabeza de un atún amarrada a una piedra, la cual sirve de cebo para toda clase de pescado. Así captura sargos, que salen “borrachos”, bailas, róbalos, borriquetes…

En fin y en resumidas cuentas, aunque el ambiente del Barbate finisecular que Fernández Varo conoció aún no alcanzaba hacia 1900 los 2.000 habitantes, seguía siendo rural, lo son sus modos y los hábitos de sus habitantes. El autor mira a aquella época y pretende describir una realidad que ya en 1923 había progresado en distintos ámbitos. El pueblo que conoció veinticinco años atrás vivía de lo que pescaba en la rada barbateña, poco más. La miseria se extiendía cuando lo temporales no dejaban salir a la mar, y entonces se acudía a las huertas de la ribera de la Oliva con sus naranjas, granados e higos chumbos para atenuar algo la escasez. Si la almadraba traía algo de beneficio, era por un trimestre, luego, vuelta a la incertidumbre del clima. Y ese pequeño “pueblecito” se enfrentó sin apenas medios a cambios de naturaleza industrial, arrastrados en principio por la pesca del atún, que trae la primera gran industria y a una masa de “braceros”, de jornaleros del mar, algunos desarraigados y habituados a suplir lo que dejan de cobrar usando de la picardía. Aquí en Barbate, le dice el padre de María Luz al teniente, no hay hurtos, “solo algún hurtillo que otro…, algún atún que se queda enredado en las uñas”. Para este impacto de magnitud en su tradicional y tranquila cotidianidad, Barbate, en la mentalidad de Fernández Varo, sin siquiera poseía un colegio, no estaba en absoluto preparado.

Conclusiones

Desde el punto de vista literario, parece que la protagonista de la obra, María de la Luz no ofrece gran cosa como personaje. Desprovista de un fuerte carácter, languidece entre los antípodas de la Carmen de Merimée y también de la gitanilla de Cervantes. Al margen de la belleza, nada hay en ella de aquella mujer fatal; no hechiza con la mirada y la palabra, puesto que esta solo deja salir su discurso –a veces rayano en lo pedante- en entornos íntimos; no sabe bailar ni animar una conversación, antes bien, se ruboriza a la primera de cambio y prefiere callarse lo que piensa y hablar cuando le preguntan; se aviene a la tradición religiosa de mujer hogareña y protectora, sus aspiraciones se quedan entre el matrimonio con un hombre o con Dios. En definitiva, María de la Luz da la impresión de ser una muchacha algo pazguata, y cuyo atractivo se ve mermado por una especie de afán por pasar desapercibida.

Sin embargo, ella, a su manera, también se rebela. Y esta rebeldía la acerca más a una mujer de carne y hueso; y, sobre todo, a la mujer actual. Porque en el pueblo, “a la mujer aunque valga, no se la sabe apreciar, lejos de esto, se la trata con la servidumbre de hace miles de años…”. Para nada le seduce la perspectiva de mujer casada junto a hombres que le pegan a sus mujeres por “quítame allá esas pajas”, hombres rudos y de cortos alcances, sin ninguna formación intelectual, “así son todos”, concluye.  Prefiere quedarse para “vestir santos” o, mejor, acabar ingresando en un convento, que es como se ve en el futuro. Además, su gusto por los libros, su afán por saber, ayuda a dotarla de un rasgo muy contemporáneo, acercándola a esas mujeres a la que no basta un ramo de flores, un traje de etiqueta y un deportivo para dejarse impresionar.

Como Ana Ozores es Vetusta, María de la Luz se ahoga en Barbate, rodeada de hombres y mujeres que la critican por parecerles sus aficiones más propias de “señoritas” que de pobres como lo son todas en el pueblo. Si no ha ingresado ya en un convento es debido a los padres, la necesidad de cuidarlos la obligan a permanecer en un lugar que cada vez soporta menos. La llegada del teniente de la Guardia Civil,  que podría haberla sacado del marasmo local, la enfrenta, muy al contrario, a un dilema que la confunde e inquieta: ha de decidirse entre optar por el amor de un hombre, el amor al convento y el amor a su mejor amiga, enamorada también del galán y con la no quiere romper.

Fernández Varo, a pesar de criticar la ignorancia de sus paisanos, los presenta alejados del drama, en una visión amable que contrasta con la rudeza de sus expresiones verbales y de la propensión a sacar una navaja o una pistola al mismo teniente de la Guardia Civil.

En definitiva, el planteamiento de la trama de María de la Luz que hace Fernández Varo corría el peligro de caer en el puro folletín romántico, y desde luego, en ocasiones, resulta difícil creer que no estamos ante otra cosa que no sea sentimentalismo efectista y plano. De hecho, es probable que así sea. Pero, llegados a este punto, cualquier barbateño, casi seguro, habrá de confesar una total falta de objetividad. Porque, al leer estos la obra, los ojos literarios podrán cerrarse en cada página para abrir los del amante de la historia local, hasta el punto de lamentar el que Fernández Varo no se decidiese a escribir, no ya una historia del pueblo que le vio nacer, sino sencillamente un libro describiendo el Barbate que recordaba de fines del XIX y también el que le contaban de forma epistolar, el estrictamente contemporáneo a su novela. Porque, sin duda, el ambiente social que deja entrever, los escasos datos que proporciona sobre el Barbate de su tiempo, son materia prima para historiadores y etnólogos. Y también para paisanos y amantes de la tierra que pisan: un lugar donde reconocerse aún después de cien años.

Barbate, 1920.

La novela concluye casi como empezó, con un Rolls Royce saliendo del pueblo y llevando en su interior a una muchacha que finalmente se ha decidido a abandonarlo para siempre. Puede que la decisión final de María de la Luz sea el reflejo de la que sintió el mismo Julio Fernández Varo quien, a más de mil kilómetros de Barbate, nunca jamás volvería a pisarlo.

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN