Dijo hace tiempo Alfredo Pérez Rubalcaba que nos esperaba un ciclo largo de violencia terrorista. La explicación es sencilla: en el interior de la banda existe un pulso, todavía no agudizado, entre quienes quieren tirar la toalla y quienes apuestan por seguir matando. Los primeros se han dado cuenta de que esta guerra no se puede ganar y que su enemigo, el estado democrático, no tiene necesidad de una negociación para ganar esta partida y además sería imposible después de lo que ocurrió en la T-4 de Barajas. La última ocasión de acabar por la palabra se agotó.
Poner bombas para provocar una masacre es la respuesta desesperada para ganar autoridad ante los que quieren abandonar y recrear la ensoñación de que una sociedad aterrorizada puede llegar a claudicar. Enfrente está el muro de la unidad de los demócratas y el convencimiento de los ciudadanos de que el Gobierno está actuando bien y con un sentido estratégico en la lucha contra ETA.
ETA siempre actúa en verano porque sabe que los periódicos están huérfanos de noticias y es más fácil dar notoriedad a la barbarie. Los dirigentes de ETA van a seguir cayendo en Francia y en España porque es una organización trufada por los servicios de inteligencia. Los desertores abundan en las cárceles porque lo que quieren es resolver individualmente su futuro fuera de la cárcel.
Con esas coordenadas y una colaboración universal contra toda clase de terrorismo, el medio ambiente para que crezca más mala hierba es cada día más difícil. Se trata entonces de aguantar los envites del terror y esperar a que caiga el último terrorista para que apague el interruptor del crimen.
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