Con los idus de este mes de marzo, que ya dejamos atrás, se han cumplido –chispa más o menos– dos mil sesenta y un años del asesinato de César. Probablemente uno de los personajes históricos sobre los que más se ha escrito y que hoy, 16 de marzo (“Ante diem quintum decimum Kalendas Apriles”, que diría un romano), día en el que rescato el texto que sigue para este artículo, inevitablemente me tenía que venir a la memoria.
La Antigua Roma está más presente entre nosotros de lo que a veces nos pensamos. La huella de la civilización romana no solo perdura, sino que continuará perdurando por mucho tiempo. La lengua en la que nos comunicamos, el Derecho por el que se rige nuestro ordenamiento jurídico, muchas de nuestras costumbres y tradiciones constituyen parte de su gran legado a la posteridad. Además de todas las construcciones arquitectónicas cuyos restos se conservan en infinidad de rincones de este Viejo Continente, especialmente la Europa Mediterránea, así como el Norte de África, Asia Menor y Oriente Medio, recordándonos no solo su poderío, sino también su pragmatismo.
Una mirada detenida a la Antigua Roma nos permite descubrir un sinfín de semejanzas con prácticas y conceptos que manejamos en las sociedades occidentales de hoy día. Llama la atención, por ejemplo, cuánto en materia política, para lo bueno y para lo malo, debemos a esa República de la que los romanos durante cinco siglos se mostraron tan celosos y orgullosos. Sobre todo en lo que a corrupción se refiere. (Ahora que, por desgracia, tanto tenemos que hablar de este tema). El clientelismo, una de las lacras de nuestra democracia actual, no solo era habitual, sino que se erigía en toda una institución dentro de un sistema en el que también competían partidos. En este caso, el de los optimates, que representaba los intereses de los más pudientes, y el de los populares, que defendía los intereses de la plebe, constituida por los menos favorecidos por la Fortuna. La eterna lucha de clases, que diría Marx.
La Antigüedad Romana, o, para ser más exacto, la Antigüedad Clásica, forma parte de nuestras remotas señas de identidad como europeos. En la actualidad hablamos de globalización y nos pensamos que estamos ante un fenómeno nuevo, producto del siglo en el que vivimos, pero la realidad es que no es nuevo del todo, tiene sus antecedentes. Tras el sueño frustrado de Alejandro Magno por unir bajo dominio macedonio la mayoría de los pueblos entonces conocidos, encontramos en la expansión de Roma y su gran Imperio un fenómeno que, en alguna medida, puede comparársele. Pues la República, primero, y los césares, más tarde, crearon un espacio inmenso en el que convivieron una gran diversidad de naciones que compartieron las leyes que las instituciones romanas imponían, las monedas que los romanos acuñaban, el derecho de ciudadanía que las autoridades romanas otorgaban y extendían y el latín y el griego como idiomas oficiales.
El emperador Marco Aurelio, en el siglo II d. C., encarnó mejor que ningún otro esa aspiración por hacer de Roma la patria única de todos los habitantes de la ecúmene o, lo que es lo mismo, la patria única de todos los seres humanos del orbe. Y, sorprendentemente, en pos de esa misma aspiración, aunque no bajo la égida de Roma, sino la de una democracia y una paz auténticas, casi dos mil años después todavía seguimos enfrascados.
Como ya saben, de cuando en cuando está muy bien eso de echarle un vistazo a la Historia.
Opiniones de un payaso
La Antigua Roma
Con los idus de este mes de marzo, que ya dejamos atrás, se han cumplido –chispa más o menos– dos mil sesenta y un años del asesinato de César. Probablemente...
- José Antonio Ortega
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