Una vez vista Moonlight, mantengo aún más firmemente la teoría que elaboré en la crítica de Manchester frente al mar sobre que los fantasmas que nos acompañan a lo largo de nuestra vida no son capaces de seguirnos en el mar. A la brisa y a la espuma de las olas, ya de por sí elementos letales para estos espectros, debemos añadir ahora un arma temible para ellos, una sutil luz de luna, visible solo a una cierta y avanzada edad, que baña a los niños de azul y de inocencia mientras juegan a adivinar el futuro en la orilla de la playa.
Barry Jenkins, que dirige y escribe Moonlight, consigue que esta se pose frente a nosotros cargada de sinceridad, amor y vida en una escena inicial donde todo gira con la velocidad endiablada de un torbellino mientras los elementos que van a caracterizar la obra se van posando suavemente cada uno en su sitio.
El barrio, donde la droga fluye como un veneno que todo lo perturba sin compasión; su gente, lobos con piel de cordero y corderos con piel de lobo; y el tiempo, de pantalones anchos y miras estrechas. Con una textura limpia, pero difuminada en sus extremos, y una paleta de colores que recoge todo el espectro de la luz de luna, se nos muestra Miami, un chico afroamericano y el paso de los 80 a los 90.
La vida de Chiron se condensa en tres capítulos que contienen momentos sobre su niñez, su adolescencia y su madurez. Tres actores diferentes, todos en estado de gracia, se dejan la piel en mostrar a un chico enfrentándose a los golpes de la vida, disfrutando de los fugaces momentos de paz y felicidad que se le conceden y cuestionándose continuamente el reflejo que le devuelve cada mañana la rutina del espejo en el que nos miramos.
La extraordinaria narración que consigue realizar Jenkins se palpa en el fluir de la película, sereno, pausado y lleno de melancolía, emulando la sensación de flotar en el mar sobre una pequeña ola que se eleva y se deshace entre el pasado y el futuro. En el tercer acto, alejados del regusto áspero del drama y envueltos ya en sus consecuencias, es cuando la película nos golpea con la cuestión que ha ido dilucidando imperceptiblemente durante el resto del metraje: ¿Quiénes somos?
La identidad, todo aquello que nos conforma y que nos define, no se puede ocultar ni negar, y aunque descubrirla y explorarla puede llegar a hacernos muchísimo daño, debemos tener claro que poco debería importarnos el ruido de fuera, como cuando flotamos en medio del mar y solo se oye un murmullo lejano. Solo nosotros somos dueño de nuestra verdad, esperando inconsciente el milagro de compartirla con alguien que la merezca.
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