Hay que ser ambicioso, pero no estúpido. Comportarse como un perdedor única y exclusivamente cuando se pierde, pero incluso entonces, comportarse como un buen perdedor. Tener cuidado con las personas que se someten, pero tener muchísimo más cuidado con las personas que nunca se someten.
Hay que sucumbir con gusto. Sucumbir a la moda de los pitillos londinenses o sucumbir a los nervios de un concierto. Sucumbir al amor en el que nunca creíste o sucumbir a la separación definitiva. Pero, sobre todo, sucumbir con gusto.
Hay que ponerle una sonrisa a la vida. Pero no una sonrisa hipócrita que desvele la soberbia propia de los ignorantes -o de los entendidos-. No, sonreír con el alma, porque si muere la sonrisa siempre habrá un peso sobre tus hombros y una tumba sobre tu boca. No, sonreír con el alma, porque sabes que de todo se aprende y que aprender es algo valioso.
Así sonríes porque sabes que el valor que vale, valga la redundancia, no es el de los billetes que sobran o faltan en tu cartera, ni el de las posesiones que se materializan o se deshacen a tu alrededor. El valor que vale es ese resorte que saltaba en tu estómago de joven cuando una ecuación te salía bien o cuando tu amor platónico te dedicaba una mirada. Ese resorte en el que notas, por un pequeño instante, que la maquinaria funciona. Que todo funciona. Que tú funcionas.
Entiendes que esos pequeños momentos son los que de verdad importan, los que hacen de tu vida un sueño; y de tu sueño una vida. Te queda entonces lo efímero de la existencia, y en tu intento por sublimarlo en algo tangible, dejas una huella en el entorno: energía latente, cicatriz de amor o manuscrito oculto.
Un halo de luz, en esta oscuridad.
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