Queridos lectores, aquello de que los nietos llegan a ser el centro del cariño de los abuelos porque en ellos se revive y renueva con mayor fuerza aún el amor por los hijos a quienes vemos prolongados en las pequeñas criaturas que se abren a la vida, es una verdad de esas que la sabiduría popular ha ido acumulando. Yo he sido y soy una persona muy afortunada en lo que a esto se refiere, porque hace apenas unos cuantos días me nació el noveno de mis nietos, en este caso una niña a quien sus padres, mi hijo Alejandro y mi nuera Nuria, le pusieron muy acertadamente en mi opinión por nombre Amelia, que a los cubanos siempre nos recuerda la hermana muy querida de nuestro José Martí. Amelia en su etimología significa tierna, delicada, sensible, melosa, en resumen un nombre que simboliza amor.
Yo creo en la sensibilidad y en el amor, muy a pesar de que en mi vida he experimentado muchas veces las consecuencias irracionales de los odios ciegos, de los rencores que se retuercen y de las frustraciones de los sueños. Pero también he podido recibir los amores sinceros y las satisfacciones de la lucha por la verdad, la justicia y la paz, entroncadas con los amores que no nos piden retribución y con las amistades que son capaces de entregarlo todo por sus amigos más allá de los lazos consanguíneos y familiares. Cuando nacemos nos abrimos a un mundo binario en el que las fuerzas del bien y el mal, en su contraposición permanente mueven las energías posibles que dan movimiento y equilibrio a la naturaleza y la sociedad. Esos polos (+ >< -) son la base y el misterio de todas las lógicas e ilógicas, las incertidumbres y las certezas sobre las que se edifica la vida, que para los que somos creyentes tienen al centro la fuerza trascendente y fundamental que es Dios.
Amelia, mi nieta, se ha abierto a este mundo, ya es una realidad familiar y social que depende de nosotros para desarrollarse y crecer. Aún no puede comprender nada y pasarán años para que pueda hacerlo por sí misma. Sus padres, sus abuelos, sus familiares y muchos de los que la rodean tenemos la misión de educarla y conducirla hasta que pueda hacerlo por sí misma. Cuando un niño nace, trae consigo la necesidad intrínseca de la familia y del amor para poder seguir viviendo y para no frustrar su creación y su realidad existencial. Es una responsabilidad de vida que debería madurarnos y sensibilizarnos. Muchas veces cuando somos jóvenes, no la comprendemos a cabalidad, pero con el paso de los años y con los golpes de la vida se nos hace cada vez más comprensible.
En la Cuba de hoy estas realidades existenciales se manifiestan además junto con la impronta de la diáspora que se extiende y crece en las más variadas latitudes externas. La familia se encuentra dispersa y la acción de la lejanía nos entristece y afecta nuestras alegrías y sufrimientos. En lo personal, cuando recuerdo a mis nietos, que es en muchas ocasiones del día, no puedo sustraerme de la realidad que me presenta su dispersión, pues 5 de los nueve están fuera del país e incluso de ellos 3 nacieron en España y 4, con Amelia ya incluida, están en Cuba. Vivo con amargura esa diáspora dolorosa y pienso en lo compleja y complicada de la realidad en que ha nacido Amelia, me preocupo por su futuro y me apuro en mis afanes que se mueven en la dirección de alcanzar un mundo mejor. Refuerzo mis compromisos, reanimo mis esfuerzos y recupero la esperanza que nunca deberíamos perder. Amelia es para mí símbolo de todo eso y mucho más, lo que comparto con mis lectores.