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La mecha de la intolerancia

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De no ser por la rápida intervención de los bomberos, las llamas habrían acabado en la madrugada de este domingo con la iglesia de Santa Ana, a la que unos desaprensivos metieron fuego aprovechando la oscuridad de la noche y sumidos en el más absoluto de los anonimatos. En Santiago, el histórico azulejo que muestra la imagen del Señor del Prendimiento también ha sido víctima de una anónima agresión.


Son los dos últimos ejemplos de una violencia que no cesa y que singularmente se ceba con signos externos relacionados con el catolicismo.

Llama poderosamente la atención que estos hechos ocurran en un momento en el que tanto se habla de tolerancia.
También, que los sucesos ocurridos en estos últimos días provoquen general indiferencia. Sería curioso conocer el eco que provocarían hechos similares en quienes ahora callan si los supuestos vándalos la hubieran emprendido con una mezquita o con la sede de algún partido político o sindicato. De seguro, las manifestaciones ya estarían convocadas, al tiempo que se sucederían los escritos condenatorios.

Lo que ha ocurrido estos últimos días no es una anécdota ni el fruto de una mera gamberrada, aún siendo posible que sus autores materiales fueran unos simples descerebrados. Para que los cafres actúen día tras día contra unos objetivos determinados, es preciso que alguien marque previamente el camino.

Hoy por hoy, y salvo que una investigación policial lo aclare, parece improbable que se determine la autoría de los hechos. Es posible incluso que no sea lo más importante, por cuanto lo verdaderamente trascendente es saber quién está meciendo la cuna de tanta intolerancia. Y para ello basta con leer la prensa, escuchar la radio o ver la televisión. Los autores intelectuales de estas agresiones no suelen esconderse. 

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