Como el propio presidente de Asunico lamentaba a comienzos de esta semana, los trabajadores percibirán al final de la huelga el dinero que reclaman, pero quién le devuelve a los comercios, a la plaza, las pérdidas que han soportado durante más de dos meses y, peor aún, quién les devuelve todos los clientes que han pasado a fidelizarse a otros negocios porque sin autobuses han dejado de acudir a hacer sus compras al centro.
Según Acoje, la otra asociación de comerciantes de la ciudad, dichas pérdidas pueden ascender en su totalidad a unos 18 millones de euros. Una cifra nada desdeñable si se tienen en cuenta las circunstancias económicas actuales; claro que, como ha ocurrido con los taxis, donde unos han dejado de ganar, otros habrán dejado de perder.
De fondo, por supuesto, el Gobierno municipal. La crisis de los autobuses ha sido una de sus primeras piedras de toque, y el “sí o sí” de tener que aceptar la continuidad de Urbanos Amarillos como concesionaria en la ciudad determina que las cosas no han salido como se pensaban, que tantos viajes a Madrid, tantos contactos con empresas del sector para ofrecerles la concesión del servicio, no han dado el resultado apetecido, ni pese a tratarse del PP, ni pese al compromiso por escrito y respaldado por el plan de ajuste económico, lo que demuestra que la situación financiera del Ayuntamiento está por encima de cualquier sigla y, por encima de ésta, la dudosa rentabilidad de un servicio de autobuses al que todos los aspirantes han dado carpetazo al estudiar con detenimiento los números, muy especialmente aquellos derivados del convenio colectivo del que disfruta la plantilla actual, que sólo ha dejado el eco de un “vade retro Satanás”.
La alegría descafeinada del fin de la huelga, en cualquier caso, ha quedado relegada a un segundo plano por esa otra gran alegría nacional, también descafeinada, del abandono de las armas por parte de ETA, que no su disolución. Yo vivía en Sevilla en los noventa, cuando la banda intentó atentar en la Gavidia contra la sede de la Policía Nacional, cuando envió un paquete bomba a la cárcel, cuando asesinó al concejal Alberto Jiménez Becerril y su esposa en una de las calles del centro y al doctor Cariñanos en su consulta de la Macarena. Por aquel entonces no había otra noticia que ansiásemos más que la de titular “el fin de ETA”.
Hoy día hay quien ha titulado “el final de la violencia de ETA”, como si fuera una panda de gamberros que lanzan cócteles molotov contra la sede de un banco o un furgón policial. Lo de ETA no ha sido violencia, lo de ETA ha sido un terrorífico sometimiento a la sociedad española plagado de muertos, secuestros y extorsiones. Se rinden ahora. Brindemos por ello, aunque sólo sea para brindar por una muerte anunciada que ni siquiera ha sido capaz de poner de acuerdo a partidos políticos y empresas mediáticas a la hora de valorar la trascendencia de los hechos. Los primeros miden sus palabras; los segundos no saben cómo vestir al santo en función de sus intereses.
Menos mal que entre tanta alegría a medias, hemos podido darnos una auténtica, la de la reaparición pública de Juan José Padilla, que no era la de un hombre y sus heridoas, sino la del hombre que vuelve a la vida para reivindicar su sitio.Decía Scott Fitzgerald que él hablaba “con la autoridad” que le daba el fracaso; Padilla lo hace con la autoridad del que se ha enfrentado al toro y la muerte en innumerables ocasiones y sabe que no le queda otra: “volver a torear, porque así está escrito”.