Tembloroso y con cuidado de entrar en el círculo correcto, el dedo repite la operación nueve veces. Cada giro, daba igual el número elegido, parecía durar una eternidad. Pero eso no era lo peor, ni mucho menos. El siguiente paso era esperar que no estuviese comunicando. A medida que se sucedían los tonos de llamada, el corazón, ya completamente desbocado, se unía a la cabeza para implorar una plegaria que hiciera que el aparato fuese descolgado por ella.
“Por favor, que no lo cojan sus padres”.
Aquello sí que era suspense puro y no alguna película de ese género.
Lo más avanzado en tecnología que conocíamos eran los zapatófonos de Mortadelo y Filemón, pero lo que llegó no se parecía en nada a esos artefactos.
Los primeros que se vieron tenían más pinta de arma arrojadiza, de las que podían hacer mucho daño, que de teléfono. No en vano, se les conocía como ladrillos.
Por suerte, la cosa no quedó ahí y el invento, totalmente inimaginable pocos años antes, fue evolucionando a la medida que reducía su tamaño. De hecho, algunos llegaron casi a medir lo mismo que un encendedor Zippo, que era considerado todavía como un objeto selecto.
La evidencia de que el móvil había llegado para quedarse se certificó cuando se le añadió la facultad de ejercer como cámara fotográfica. A partir de entonces, ya no se ahorraba para comprar ropa o zapatillas de marca. El objetivo indiscutible pasó a ser, costase lo que costase, el teléfono más moderno del momento.
El ser humano no parece tener tiempo para solucionar problemas como el hambre, las enfermedades o las guerras, pero sí que saca ese tiempo de donde sea para otras muchas cosas menos importantes.
Así pues, con ese indiscutible razonamiento, al ingenioso móvil se le siguieron sumando propiedades como reloj, calculadora, mensajes, juegos, videollamadas, internet, correo electrónico, navegador o televisión. De esa manera, lo que se inventó para dar más libertad al humano acabó por esclavizar a toda la raza.
Pero no todo es negativo en este artículo, aunque sea tan real como la vida misma. Porque ahora, a modo de moraleja, llega la parte más bonita de la historia.
Para ello hay que trasladarse al principio de este escrito, donde se encuentra alguien que intenta contactar con la persona que le roba el sueño. Una vez formado el mensaje, su dedo, tembloroso, se detiene encima de la tecla de enviar. Después de alguna incertidumbre, más por cobardía que por otro motivo, el texto viaja en dirección al teléfono indicado. Ya solo falta esperar a que la receptora lo lea.
El corazón, expectante, se acelera cuando aparece en la pantalla la palabra “Escribiendo”, que parpadea durante toda una eternidad.
A pesar de tanta tecnología, la naturaleza de los sentimientos sigue sin ser dominada.