A algunos nos cuesta entenderlo, asimilarlo: no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Pese a tantas centurias sobre las espaldas, los seres humanos sólo hemos logrado suavizar nuestras viejas rencillas, incapaces de poner fin a asuntos graves de manera pacífica y cabal. Hemos construido ciudades enormes y bien abastecidas, pero lo que bajo ellas se cobija es un vacío que no puede llamarse ‘civilización’. Aún no.
El ser humano es una criatura loca, neurótica, porque en contra de las apariencias no nos mueve siempre la verdad. Las razones de nuestro falseamiento son muchas y complejas, pero podrían resumirse en una: nos enseñaron el número pi, la trigonometría, la belleza de los versos, lo apenado de las melodías, la sexualidad biológica, la erótica del poder, pero no nos enseñaron inteligencia emocional. La vamos aprendiendo a fuerza de los hechos, cuando la realidad se torna una perenne, decepcionante y angustiosa compañera de viaje.
Pongamos por caso la democracia. En su esencia, no significa únicamente un sistema de convivencia que propugna la defensa de las libertades individuales y el equilibrio entre los poderes del Estado. Es, ante todo, una filosofía de vida que hace de cada persona un valor en sí mismo. ¿Estamos respetando esta premisa elemental? Resulta preclara la respuesta si miramos en derredor con los ojos dispuestos a ser lacerados.
Si perdemos el norte, si se desvaría el auténtico sentido del progreso humano, todas las conquistas anteriores se perderán y habrá que empezar otra vez. Y esto, y no otra cosa, es lo que está sucediendo: vivimos montados a lomos de una regresión aunque descubramos la última galaxia existente en el universo.
No es fácil esperar que sople el viento a favor. Los politólogos anuncian revueltas y tensiones sociales cuando acontezca lo inevitable: la hartura de unas masas que, poco a poco, van siendo llevadas al borde mismo de la desesperación, abatimiento e indignación.
Mientras se colectivizan estos sentimientos, zozobran las proclamas de quienes no saben -o no quieren- hacer del poder que les atribuimos un medio para facilitar la necesidad de ganarse la vida; por el contrario, nos entregan a oscuras agencias con nombres de champú para profesionales, pero expertas en calificar magnitudes macroeconómicas sin ningún escrúpulo ni responsabilidad. Hemos de enterarnos de una vez: nos había invadido la archiproducción, el ansia por las cosas, el hiperconsumo insostenible. Hemos de enterarnos de una vez: apenas gobiernan los gobiernos. Tan solo son, todo a la vez, víctimas, testaferros, meros ejecutantes, del signo que impera en la época contemporánea: libertad expansiva, cuasi-ilimitada, en un contexto de economía desreglada que nos empobrece el cuerpo y el alma. Pura paradoja. Pura polaridad sin resolver. Pura enseñanza sin aprender.
Pon tú el título al panorama, que bastante tengo yo con sofrenar mi risa pavorosa y estar a la altura de mi retórica. Pon tú nomenclatura a la situación que nos atrapa, que bastante hago yo con tratar de cortar mis cuerdas. Pon tú reflexión encima de la mesa, que bastante hago yo con decirte que el tiempo de las cerezas se acaba.
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