En 2007, cuando George W. Bush estaba en la Casa Blanca para desgracia de la humaidad, se concedió la Medalla del Congreso de los Estados Unidos al famoso brujo internacional denominado Dalai Lama, líder metapsíquico de una de las sectas religiosas más peligrosas y disolventes del mundo y jefe político de una banda de agitadores (terroristas, según muchos expertos) que persigue la quimérica independencia del Tíbet, con la consiguiente reposición del Yeti en el trono de Lhasa.
El sujeto en cuestión, cuyo verdadero nombre es Tenzyn Gyatso, pasa por ser la decimocuarta emanación de Bodhisattva Avalokitesvara, también designado entre los tibetanos como Chenrezig; en realidad, un producto mitológico elaborado a partir de ciertas deidades o ectoplasmas de estirpe hinduista como Brahma, Visnú o Shiva. Uno de tantos cuentos orientales. Las mil y una noches de la fantasía delirante y el apogeo del espiritismo y la superstición. ¿Se puede tomar todo esto en serio?
El perdido paraíso tibetano consistía, como está demostrado, en una infame sociedad estamental donde la nobleza y la casta sacerdotal ejercían su poder omnímodo sobre una amplísima masa de siervos (en la práctica, esclavos) que trabajaban a destajo en los monasterios para que los monjes pudieran alcanzar el sublime embobamiento del nirvana sin dar ni golpe. El Tíbet del lamaísmo era un régimen feudal dirigido por explotadores de la peor calaña.
Los magnates del neoliberalismo global consideran al señor Gyatso (superagente de la CIA y modélico lacayo del imperialismo) un paladín de los derechos humanos, y lo utilizan como eventual arma arrojadiza contra la República Popular China, cuya imparable ascensión como gran potencia económica les quita el sueño.
Hoy se sabe que los graves disturbios acaecidos en el Tíbet, en marzo de 2008, fueron orquestados por la clerigalla del budismo lamaísta con el apoyo de la Administración Bush -a través de la Agencia Central de Inteligencia- y del eje Londres-París-Berlín-Canberra. A todo lo cual habría que añadir la imponente maquinaria de apoyo mediático entregada desde el principio a la manipulación y magnificación de los hechos. Lo que se pretendía entonces era coordinar un boicot a las Olimpiadas de Pekín.
Pero el plan fracasó estrepitosamente y, además, contribuyó al desenmascaramiento del falso pacifismo esgrimido y pregonado por el Dalai Lama y sus secuaces, tanto monjes como adoradores-creyentes. La violencia de aquellas manifestaciones de los secesionistas tibetanos fue provocada, con total alevosía, por la facción monástica de aquellas altas tierras: una peligrosa camarilla de fanáticos travestida bajo la virtuosa apariencia de una excelsa espiritualidad consagrada a la vida contemplativa, a los nirvanas, a las levitaciones, a la lectura de los sutras, a la meditación trascendental y a tantas otras modalidades de aturdimientos místicos practicados por esa congregación de hechiceros y embaucadores. El gobierno chino expuso suficientes pruebas, y testimonios de toda índole, que avalaron esta explicación.
Baracka Obama recibió hace poco a Tenzyn Gyatso en el 1600 de la Avenida de Pensilvania. Pero el recibimiento fue diseñado con el perfil más bajo posible. No tuvo lugar en el despacho oval, sino en la "Map Room" (Salón de mapas). En el fondo, una faena de aliño. Pero el elemento de hipocresía de esta comedia consiste en que Washington ha reiterado oficialmente que reconoce al Tíbet como parte de China y que no secunda las aspiraciones independentistas del enclave. Ningún país del planeta otorga entidad representativa al gobierno tibetano en el exilio. Otra cosa es el programa occidental (no declarado) que tiene por objetivo la división territorial del gigante asiático, su desestabilización y la quiebra de su poder emergente. Sería un caso similar al de Rusia, que se halla también bajo el acoso de la coalición euronorteamericana impulsora de la nueva fase vigente de agresión imperialista.
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