Consideramos humanitarias aquellas actitudes y conductas que, de una u otra forma, pretenden favorecer, asistir, ayudar o compadecer al hombre.
Por lo tanto, de ningún modo una catástrofe, desastre o ruina puede calificarse de tal sin cometer un error grosero. Empero, se habla por hábito de "catástrofes humanitarias" en los medios de comunicación cuando se alude a tragedias tan terribles como la acontecida en Haití. Mientras escribo estas líneas, se está iniciando el recuento de víctimas mortales del fatídico terremoto y se calculan más de cien mil. Puerto Príncipe, la capital de un estado de casi nueve millones de habitantes, está prácticamente arrasada. Las gentes conviven con los muertos insepultos en increíble mezcolanza. Y caminan desorientadas a la búsqueda de supervivientes quizá sepultados entre las ruinas. Uno queda preso de espanto ante la magnitud de la tragedia en una nación ya de por sí desgraciada.
Porque Haití es un modelo de país desfavorecido. Forma parte, como la República Dominicana, de la isla de Santo Domingo, antigua Española de los tiempos de colonización hispana. Es la más pobre entre las naciones del nuevo continente. Las tres cuartas partes de su población se encuentra instalada en la pobreza. Viven a expensas de una agricultura de simple subsistencia. A una orografía montañosa improductiva se unen llanuras deforestadas por la mano del hombre, propiciando aquí sequía y esterilidad. Su clase política tiene fama de corrupta, y no pocos de los presidentes que la rigieron terminaron su mandato de mala manera, incluso asesinados. Acaso ahora nadie recuerda que Haití fue abanderada en cuanto al SIDA: en sus inicios, este proceso fue conocido como enfermedad de las cuatro H, en razón a sus dianas predilectas: homosexuales, heroinómanos, hemofílicos y haitianos.
Es dramático comprobar con qué frecuencia la desgracia se cierne sobre los más débiles. Cuando se es cristiano, y se acepta la providencia divina, uno se encuentra acongojado pensando cómo el Dios de la Misericordia permite este azote entre los que, en teoría, deberían ser predilectos. El misterio del dolor, incompresible para el corazón humano, solamente puede ser asimilado por una fe sin reservas y una esperanza en otra vida mejor, remuneradora con los que aquí recibieron injusto castigo.
Es, en cambio, alentadora la respuesta, el eco que la tragedia despierta entre los demás humanos. La solidaridad -y, más aún, la verdadera caridad, la entrega- desde todos los rincones de la tierra resulta reconfortante. La voz del Santo Padre ha resonado ya, y en sus palabras hay mezcla de dolor y amor.
Se dice, y es verdad, que en estas situaciones es cuando se comprueba el temple y la nobleza de un pueblo. En tal sentido, el español se halla muy a la cabeza, sin distingos políticos ni sociales. Lo dicho: lo de Haití ha sido una catástrofe inhumana, nada humanitaria.
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