Quien esto firma -aquejada de un fuerte resfriado de las vías respiratorias altas, que la mantendrá obligatoriamente enclaustrada, por prescripción facultativa, al menos un par de días más- no ha podido resistir la tentación de hacer una escapada al cine para ver esta película italiana -de 130 minutos de metraje, dirigida por Luca Guadagnino, cosecha del 71, escrita por él mismo y por James Ivory, sobre la novela de André Aciman, con una bellísima fotografía de Sayombhu Mukdeeprom y una excelente música de Sufjan Stevens- que viene precedida de las mejores críticas y de reconocimientos tales como 4 nominaciones a los Premios BAFTA y otras tantas a los Oscar, Mejor Película, Guión Adaptado, Actor y Canción.
Y a fe que esta historia de amor entre un adolescente de 17 años y el joven ayudante norteamericano de su padre, ambos de raíces judías, en la mansión veraniega de los progenitores del primero y en el año de gracia que se indica en el título, merece sobradamente todos los honores.
Porque tiene una puesta en escena impecable, con un tratamiento de la luz, del color y del paisaje natural y urbano de un entorno tan hermoso que corta el aliento, sin tentaciones preciosistas, integrándolo armoniosamente en el relato.
Porque transmite amor por la cultura, la civilización, la lectura, el refinamiento -sin tentaciones de pedantería, muy al contrario- el arte y la vida en cada plano.
Porque no da cuenta de un romance al uso, ni desigual, ya que el menor es extremadamente inteligente, cultivado, atípico, dotado para la música y bastante maduro para su edad, al tiempo que con la inocencia y las perplejidades de los primerizos a nivel erótico y sentimental. Porque su partner es un veinteañero sensible e igualmente ilustrado, a quien le atraen precisamente esas cualidades antes que los atributos físicos.
Porque la familia del chico es igualmente civilizada, generosa y comprensiva y ejerce, con una refinada sencillez, el carpe diem. Ejemplares al respecto las palabras del padre al hijo en una de las escenas finales y cómo su madre y él mismo le animan a vivir esa pasión. Encarnados con solvencia por Michael Stuhlbarg y Amira Casar.
Porque la relación entre ambos protagonistas -espléndidos Timothée Chalamet, tan justamente galardonado, y Armie Hammer- no es una línea recta, sino que tiene muchos meandros y complejidades, derivadas de los malentendidos, confusiones y diferentes posiciones y personalidades de uno y de otro, con un despertar sexual plagado de ambigüedades. Esto es sabiamente filmado con el ritmo preciso. Con el ritmo del trato y del proceso del enamoramiento, tan ausente, minoritario, o relegado al subgénero más sentimental, en el cine contemporáneo.
Porque, como ha declarado su realizador, a Luis Martínez en El Mundo: “Toda obra de arte que se ocupe del deseo es necesariamente política… porque el deseo es un ejercicio de libertad, como el amor… que compromete tu identidad y nos coloca al límite de lo que somos” Y porque eso sabe retratarlo aquí, en consecuencia, con las mayores depuración estilísticas y narrativas. Sabia y lúcidamente, paso a paso.
A la animalista que esto firma, solo le ha sobrado la escena del pez, no por trucada, menos innecesaria. Será, si ustedes lo deciden, una de las que debatiremos en la próxima sesión de nuestra tertulia de cine Luis Casal Pereyra del miércoles, 7 de febrero.
Llamémosla por su nombre. Una joya que nadie, en su sano juicio, debería perderse.