El portuense en sí es diferente. Particular. Extenso y especial. Muy especial. Tanto en lo que les une al resto como lo que lo diferencia. Es así y punto. Al portuense común, por lo general, siempre encontrará más a mano y tendrá más definiciones y argumentos para hallar sin problemas las desavenencias, que las alabanzas.
Crítico y mordaz con lo suyo. Pero eso sí, las críticas no son acogidas ni toleradas en boca del extraño. El que toma como propio lo que el portuensito abrasa como latiguillo constante y delirante diariamente con esto y con lo aquello.
“El Puerto está mal”, pero lo digo yo, no tú. Al igual que en casi todas las fiestas, el portuense se identifica de cada a la galería y sin esconder sus preferencia más con lo ajeno que con lo local. El Carnaval, según El Puerto, es hacer el indio en carnavales próximos.
Es disfrazarse y vivirlo a tope en calles desconocidas. Saborear los gustos y tradiciones del vecino. Y censurar con energía y con vehemencia lo portuense. Porque sí. Porque eso viene en el primer párrafo del manual portuensista. Lo digo yo y es lo que vale.
Buscar en el prójimo a que éste levante y vuelva a traernos tiempos pasados. A carnavales pretéritos y con sabor a melancolía ochentera. Pedir sin dar, el compromiso ajustado a las necesidades de uno. La crítica y más en Carnaval, es más que imprescindible.
El portuense, por momentos, olvida que la ciudad no es de un partido político, de un grupo, de un clan. No tiene un propietario. El Puerto, el Gran Puerto de Santa María es y será de los portuenses. De todos. Y son éstos los que tendrán lo que verdaderamente quieran de él. Nadie más.
Hablar sin hacer es como querer que llueva sin que te mojes. Es tiempo de mojarse, de disfrazarse, de hacer Puerto. De hacer Carnaval. Ser de El Puerto fuera de éste es un lujo, ser, actuar y vivirlo los 365 días, una gozada. Te lo digo yo.