Y me vi en blanco y negro repantingada en un sillón con los ojos abiertos de par en par. Una cara de ángel, no por bella o singular, por lo que me recordaba a las pinturas de las iglesias, a las imágenes de las iglesias, así de ensimismada. Así de feliz y satisfecha. Así de regordeta y pelo alborotado. Así de simple.
Fue entonces, creo recordar, que durante el verano me dediqué a soñar que podía vivir en una nube. Ellos podían. Los ángeles. Me tumbaba boca arriba en el jardín y, además de componer figuras con ellas, me imaginaba saltando de una en otra. Porque eran de algodón. O de espuma. Y yo también podía. Entonces veía el mundo desde arriba. Mi mundo. Sólo mi perro sabía dónde estaba porque me ladraba de vez en cuando para avisarme de la presencia de algún entrometido. Bajaba y hacía como la que no estaba. Como la que nunca había estado. Sólo nosotros conocíamos el secreto. Sólo yo podía ver a todos desde lo alto. El niño bajo la sombra de los pinos pataleando al viento. Mi madre regando con la manguera empapando la tierra y las hormigas que salían despavoridas. Mi padre recostado unos minutos como si no estuviera dormido. Dormido.
En mis viajes sobre el limbo, porque nadie había dicho todavía que no existiera, llegué a alcanzar tal técnica y destreza que ya no necesitaba un césped o una nube concreta en la que posarme. No tenía siquiera que cerrar los ojos para que el algodón hecho de espuma fresca me arropara. Para hacerme acompañar de quien quisiera.
Si te veo y no te miro. Si te oigo y no te escucho, ládrame como si fueras un perro para avi