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Un vanguardista que dominó la ortodoxia

Enrique Morente ya está donde penas y dichas no son más que nombres, como él cantaba en una de sus idas y venidas a los versos de los grandes poetas, a los que dio un nuevo vuelo desde su quijotesco y surrealista modo de entender el flamenco, de cuya ortodoxia, curiosamente, era el dueño.

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Enrique Morente ya está donde penas y dichas no son más que nombres, como él cantaba en una de sus idas y venidas a los versos de los grandes poetas, a los que dio un nuevo vuelo desde su quijotesco y surrealista modo de entender el flamenco, de cuya ortodoxia, curiosamente, era el dueño.

Morente era todo: el ortodoxo, el vanguardista, el que se adapta, el que experimenta, el paciente, el escapista, el de vertiginoso pensamiento y sentencias como fogonazos geniales, el de las rendijas por ojos, el de amigos hasta en el infierno, pero, sobre todo, el artista que hiciera lo que hiciera fascinaba al público.

“Creativo”, como él llamaba a contar más “embustes” que el mítico Pericón, llevaba a sus 68 años casi cumplidos -los hubiera hecho el día de Navidad- medio siglo de carrera y tenía entre sus méritos haber sido el depositario del saber enciclopédico de Pepe de la Matrona, y ser el único capaz de cantar los “49 palos y medio” del “jondo”.

Pero también fue el primer flamenco al que “piratearon” un directo para hacer un disco -un “cutrelux” de los sesenta que se editó en Holanda-; en ponerle jipíos a las letras de Picasso o en grabar con Lagartija Nick (“Omega”) y barrer entre “los modernillos”.

Pues con todo y con eso, “el padre de Estrella Morente” no tenía entre sus 23 grabaciones ni un álbum de “directos” hasta que lo “amontó”, como él decía, el año pasado.

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