Las escenas surrealistas que acompañan cualquier paseo por Puerto Príncipe dejan estampas como las de colas kilométricas, no para esperar el reparto de alimentos, sino para comprar una tarjeta de móvil o personas que duermen en la calle apenas protegidos por una sábana mal asida de algún soporte y se alumbran con un teléfono celular.
Dormir en la calle, algo que hacen decenas de miles de personas cada noche en Puerto Príncipe, es una cuestión de seguridad básica ante la falta de una vivienda o el temor a que las que siguen en pie terminen derrumbándose. Tener un teléfono celular, también.
“Hay mucha gente que anda por las calles buscando algo para comer y se avisan adónde ir con el teléfono, a los lugares en que reparte comida la ONU o alguna embajada”, explicó a Efe Francois Johnson, un joven técnico en reparación de frigoríficos reconvertido en estación de servicio andante para celulares.
Johnson se baja cada día a una de las principales avenidas que conectan el barrio de Petion Ville con el centro de Puerto Príncipe y, allí, coloca dos baterías de automóvil y dos regletas con enchufes para poder cargar más de una docena de teléfonos móviles a la vez.
“No se gana mucho, cada carga cuesta 25 gourdas (un dólar son unos 35 gourdas) y en un día se pueden ganar unos 300 gourdas (poco más de ocho dólares)”, explicó, ante unas baterías que, jura, tenía ya antes del terremoto.
Como Johnson, cientos de haitianos pueblan esquinas y aceras con tomas de corriente, fundas para celulares, improvisados talleres de telefonía montados con un tablón y un destornillador, comerciantes de tarjetas prepago y oferentes de aparatos con los que hacer una llamada al exterior para pedir remesas.
Según el joven, mucha gente hace ahora negocios con los celulares gracias a lo que pudo sacar de las ruinas de los comercios o lo que simplemente fue apareciendo en las calles.
En Haití, hay tres compañía de celulares: Voilá, Digicel y Haitel, y según dice Angelo, un joven dedicado a la venta de accesorios, funcionaban apenas días después del terremoto.
No lejos del lugar donde está Angelo, un nutrido grupo de trabajadores sacan a marchas forzadas los escombros de un gran edificio derrumbado por el fuerte seísmo, en uno de los pocos casos de reconstrucción con maquinaria pesada y recursos que se pueden ver en la capital haitiana. El edificio que arreglan es una sede de Digicel.
En los campos de refugiados, la situación es la misma. A la entrada del Estadio Nacional, convertido en uno de los principales puntos de acogida de la ciudad, médicos voluntarios y funcionarios de Naciones Unidas desfilan ante mesas con enchufes para teléfonos.
“Yo tenía una casa y ahora no tengo nada, lo único que puedo hacer es esto para poder sacar dinero y seguir adelante”, indicó a Efe Gerard, un profesor de matemáticas de 50 años que vive desde el pasado día 15 en ese campo y que logró rescatar la batería de su vehículo destrozado para enchufarla a una regleta.
Asegura que la preocupación de la gente por acudir cada mañana a resucitar su teléfono móvil le abre una posibilidad a él para hacer lo mismo con su vida. “No puedo hacer nada más. En un terremoto no se pueden dar clases de matemáticas”, dijo.